Después del simulacro de batalla de 
San Francisco, el ejército chileno permaneció inactivo, como si 
estuviese clavado en sus posiciones, por espacio de cuatro largos días; 
mientras todo exigía que se hubiese puesto inmediatamente en persecución
 del enemigo, desde la misma noche del 19: la posición de éste era tan 
triste que, una vez alcanzado, hubiera acabado necesariamente por 
rendirse. El Estado Mayor chileno no salió de su torpor sino en la 
mañana del 24, enviando una pequeña fuerza de caballería e infantería 
por el camino que atravesaran cuatro días antes las tropas peruanas.
Esta fuerza llegó sin inconvenientes
 a Tarapacá; y sabiendo que el enemigo se encontraba provisoriamente 
acampado allí, en tan deplorables condiciones de hacer suponer que, 
incapaz de batirse, se habría necesariamente rendido al simple acercarse
 de una división enemiga, por débil que fuese, su primera idea fue la de
 adelantarse inmediatamente, e intimarle la rendición. Después, 
escuchando consejo más prudente, decidió esperar, antes de intentar la 
empresa, los refuerzos que diligentemente pidió y obtuvo del cuartel 
general; y al amanecer del 27, con la completa confianza de hacer 
prisionero al enemigo sin disparar un tiro, se presentaron los chilenos 
sobre las alturas que dominan la pequeña aldea de Tarapacá. Sus fuerzas 
las hacen ellos ascender a 2,500 hombres, entre caballería e infantería,
 y diez cañones; los adversarios dicen por el contrario que fueron más 
de 5,000. A nuestro juicio, ambas cifras son equivocadas: es un hecho, 
que el combate de Tarapacá fue sostenido por la división Arteaga, que el
 19 trajo consigo de Pisagua el General en Jefe, y que se quedó en 
Jazpampa, cuando la retirada y dispersión del ejército de los aliados 
hizo inútil su presencia en San Francisco; y puesto que resulta de los 
documentos y partes oficiales chilenos, que dicha división se componía 
entonces de 3,500 hombres (1), todo dice y hace creer que éste 
precisamente, aumentado con los 400 hombres que habían salido antes de 
Dolores, fuese el número de los chilenos que tomaron parte en la jornada
 de Tarapacá, es decir 3,900 entre todos.
En cuanto a los peruanos, no pasaban
 de 5,000, de los cuales, cerca de 3,600 se encontraban en la aldea 
misma de Tarapacá, y 1,400 unas cuantas millas más allá, en Pachica, en 
marcha para Arica; de manera que las primeras seis horas de combate, 
comenzando desde las nueve de la mañana, fueron sostenidas únicamente 
por los 3,600 hombres que se hallaban en Tarapacá. La división de 
Pachica tuvo noticia de la llegada de los chilenos en Tarapacá, en el 
momento mismo en que comenzaba la lucha, mientras se preparaba a 
continuar su marcha hacia Arica: no pudo encontrarse sobre el campo de 
batalla sino a las tres de la tarde; y como fácilmente se comprende fue 
la que decidió del éxito de la jornada (2).
Atendiendo a los precedentes de San 
Francisco y al lamentable estado en que se encontraban los batallones 
peruanos en Tarapacá la confianza que animaba a los chilenos, de 
hacerlos prisioneros con poca o ninguna fatiga, no era completamente sin
 fundamento.
En dirección a Arica, donde 
principalmente los empujaba la falta de vituallas, el hambre que 
lentamente los consumía desde tantos días, los peruanos se habían 
detenido en Tarapacá con el solo objeto de hallar un poco de reposo 
después de tantos días de largas y fatigosas marchas, y de esperar a la 
quinta división que había salido la última de Iquique, para entrar 
reunidos en Arica. Esta división, caminando a marchas más que forzadas 
en un desierto impracticable, por seis días consecutivos, había llegado a
 Tarapacá, rendida y fatigada, la mañana del día antes, 26; cuando, en 
atención a los muy pocos recursos que pudo ofrecer la pequeña aldea de 
Tarapacá, era preciso ya salir de allí. Sin embargo, para dar un día a 
lo menos de reposo a esta división, que literalmente no se tenía de pie,
 se hizo salir adelante una división de 1,400 hombres (la que luego 
volvió desde Pachica), aplazando la salida del resto del ejército para 
las últimas horas del día después, 27.
Por consiguiente, la mañana del 27, 
casi en el momento de emprender la desastrosa marcha, que tenía todo el 
aspecto e importancia de una fuga –pues sino del enemigo, huían de las 
privaciones del desierto– el pequeño ejército del Perú hallábase aún 
como lo vimos al alejarse de las faldas de San Francisco, en estado de 
completa desorganización. Salvo pocas excepciones, puede decirse que no 
había oficiales: los que no habían desertado después de los hechos de 
San Francisco, habían perdido todo prestigio ante sus soldados, los 
cuales no podían dejar de reprocharles su mala conducta del día 19, 
delante del enemigo. Había, es verdad, unos cuantos oficiales que, por 
sí mismos muy dignos de consideración, todavía conservaban su propia 
autoridad, como Buendía, Suárez, Cáceres, Bolognesi y Ríos que mandaba 
la división que había llegado de Iquique, y otros de igual mérito: pero,
 si con sus esfuerzos podían conseguir mantener unida aquella gente (lo 
que no era poco en aquellas circunstancias, y que hubiera sido imposible
 con soldados menos buenos), no eran suficientes para atender a todo, y 
para levantar el espíritu de aquellos hombres que, después de haberse 
visto tan mal dirigidos y guiados y hasta cierto punto víctimas de la 
traición de sus jefes más inmediatos, se veían todavía rodeados de 
dificultades y privaciones de todo género, con la terrible perspectiva 
más o menos próxima de tener que sufrir el hambre más espantosa quien 
sabe por cuantos días. Disciplina, por consiguiente, tenían poca o 
ninguna; y exceptuando el hecho de permanecer todos juntos, de no 
desertar, cada uno tenía tácitamente la facultad de obrar a su albedrío.
Como prueba de cuanto antecede baste
 saber, que no hacían ninguna de las tantas operaciones propias a un 
ejército en campaña, ni aún las que tan imperiosamente exigía su misma 
seguridad personal. Nadie pensaba al enemigo que dejaban a las espaldas,
 y que debían suponer ocupado en su persecución. Vivían en el mayor 
olvido de todo, sin avanzadas, sin patrullas de inspección y sin tener 
ni aún siquiera un centinela que pudiera avisarles su llegada, en el 
caso nada improbable de que esto llegase a suceder. Y aquí hay que 
advertir, que situada la pequeña aldea de Tarapacá en el fondo de un 
estrecho valle, cuya mayor anchura no pasa de un kilómetro, entre dos 
cadenas de cerros elevados y escabrosos, su situación debía 
necesariamente ser de las más críticas y difíciles en el caso de una 
sorpresa por parte del enemigo, el cual podía ocupar sin ser apercibido 
las alturas de los cerros, como efectivamente sucedió la mañana del 27, y
 desde allí fusilarlos a mansalva, antes que tuvieran tiempo de salir de
 aquella especie de profundo canal en que se encontraban (3).
Esta circunstancia era precisamente 
la que fortalecía más la confianza que abrigaba el ejército chileno de 
hacerlos prisioneros a poca costa, pareciéndole, y no sin razón, casi 
imposible toda tentativa de resistencia, una vez que se hubiesen dejado 
sorprender en Tarapacá, aun independientemente de toda otra 
consideración.
Como la sorpresa sucediera, y como 
los peruanos encontraron medio de salir de su difícil y casi desesperada
 situación, lo sabremos por el escritor chileno tantas veces citado.
“Hallábase el Coronel Suárez bajo un
 corredor, firmando una papeleta para distribuir unas pocas libras de 
carne de llama al batallan Iquique –treinta y cinco libras por batallón–
 cuando, apeándose de sus mulas tres arrieros que habían salido en la 
mañana a sus quehaceres por los cerros del oriente, corrieron a decirle 
que el enemigo coronaba las alturas por el lado opuesto. Y no habían 
aquellos acabado de hablar, cuando otro arriero revolvía del camino de 
Iquique con la misma terrible noticia… Eran las nueve y media de la 
mañana del 27 de noviembre cuando oyóse en todos los cuarteles y puntos 
de hospedaje del bajío el bronco sonar de las cajas de guerra que 
tocaban generala… alistáronse todos, sin acuerdo previo, para salir de 
la ratonera en que estaban metidos, dominando a un mismo tiempo las 
alturas del suroeste y del noroeste que emparedaban la quebrada como 
hondo cementerio… No había por allí senderos practicables, pero los 
soldados alentados generosamente por sus oficiales, trepaban los 
farallones a manera de gamos, apoyándose en sus rifles… El Coronel 
Suárez, Jefe del Estado Mayor, esta vez como en todas las precedentes 
iba adelante, y su ágil caballo blanco, encorvándose en la ladera para 
afianzar sus cascos y su avance, era el punto de mira de todo el 
ejército electrizado por el ejemplo. Eran las diez de la mañana, y la 
terrible batalla de Tarapacá que fue propiamente una serie de batallas 
en un mismo Campo Santo, iba a comenzar (4).”
El soldado peruano probó una vez 
más, en la sangrienta lucha de Tarapacá, como en los tiempos de la 
guerra de la independencia, sus excelentes cualidades personales, y lo 
mucho que se podría conseguir de él si tuviese una buena oficialidad. 
Sorprendido por el enemigo cuando menos se lo esperaba, casi encerrado 
en un foso sin salida, y cuando por sus excepcionales condiciones del 
momento, así materiales como morales, debía necesariamente encontrarse 
tan débil de ánimo como de cuerpo, supo, no solamente salir del foso 
para ponerse enfrente de un enemigo que lo dominaba y fusilaba a 
discreción, sino también combatir valerosamente durante largas horas, y 
conseguir una victoria tan espléndida como inesperada. Para obtener todo
 esto, no pudo contar más que sobre su valor personal, sostenido apenas 
por el ejemplo y la voz de un pequeño número de buenos oficiales. Sin 
artillería y sin caballería, de que el enemigo estaba abundantemente 
provisto, sin plan de batalla y sin hallarse confortado por alimentos 
buenos y suficientes (habiendo sido sorprendido mientras se estaba 
preparando el mezquino rancho, al cual estaba reducido desde algún 
tiempo), el soldado peruano se adelantó intrépido y resuelto contra el 
enemigo; lo fue a buscar hasta dentro de sus mismas posiciones, que 
estaban defendidas por diez buenos cañones y por las bien aprovechadas 
asperezas del suelo; y luchando cuerpo a cuerpo, en un encarnizado 
combate varias veces suspendido, para tomar aliento y volverlo a empeñar
 cada vez con vigor siempre creciente, le tomó sus cañones y sus 
banderas, lo desalojó de sus posiciones, y lo hizo retroceder varias 
millas en completa derrota. Si el soldado peruano hubiese tenido todavía
 a su disposición, suficientes cartuchos para seguir haciendo fuego diez
 minutos más, la jornada hubiera concluido con la pérdida completa e 
inevitable de toda la gruesa división chilena (5).
Aunque, movido por su excusable amor
 de patria, se afane Vicuña Mackenna en atenuar la indudable derrota de 
los suyos, la verdad no deja de hacerse de vez en cuando camino, aunque 
más o menos ahogada, en el curso de su apasionada narración: así es que 
exclama: “La pérdida que más profundamente afligiera el corazón de la 
República en aquella luctuosa jornada, en que por la primera vez en 
larga historia (¡un país que nació ayer!) dejó Chile sus cañones y su 
bandera en manos enemigas, fue aquella de los dos Jefes etc. etc… La 
derrota tan temida por el chileno, va a consumarse... Pero ¡oh fortuna! 
las filas peruanas vacilan y se detienen en medio de la pampa. ¿Qué 
acontece? ¿Qué orden, ni cual causa sujétalas misteriosamente en el 
camino de su inminente victoria?” Después, enumeradas con su habitual 
prolijidad las diversas causas, comprendida la de la falta de 
municiones, que a su entender, detuvieron en el mejor momento las tropas
 peruanas, continúa: “No es posible precisar duda tan ardua, porque lo 
más cierto tal vez fue que todas esas causas influyeron a la vez en la 
mente de los jefes peruanos para contener el final avance que iba a 
traer a sus banderas un señalado e histórico triunfo” (6).
Ya en completa derrota, los chilenos
 no hacían más que huir a la desbandada por el camino de su cuartel 
general de Dolores, de donde esperaban numerosos refuerzos, cuando los 
peruanos, que desde largo rato no hacían fuego más que con las armas y 
municiones de los muertos y heridos chilenos, viendo que no tenían un 
solo cartucho que quemar, se encontraron obligados a detener una 
persecución ya bastante prolongada; y es indudable, que si hubiesen 
tenido un poco de caballería o algunas municiones más, el ejército 
chileno se hubiera visto obligado, o a caer prisionero, o a dejarse 
acuchillar impunemente; porque hacía tiempo ya que no oponía ninguna 
resistencia, si se exceptúan solamente algunos raros casos de individuos
 aislados, que de cuando en cuando descargaban todavía sus armas. Pero, 
si favorecido por un evento tan extraño a él y a su acción, pudo el 
ejército chileno tan inesperadamente salvarse de una ruina cierta y 
completa, no por esto la jornada de Tarapacá dejó de ser una espléndida 
victoria para las armas peruanas; victoria que será para la historia 
tanto más bella y significativa, cuanto más justamente se calcule la 
diversa situación en que se encontraban los dos ejércitos combatientes. 
Las pérdidas fueron: muertos y heridos chilenos 758, prisioneros 56; 
muertos y heridos peruanos 497.
Sin embargo, esta victoria, la única
 que cuenta el Perú en todo el curso de la guerra, y tan bien ganada 
como hemos visto, no pudo en modo alguno mejorar la suerte de la lucha 
en la cual se hallaba empeñado, atendida la excepcional condición, que 
el lector conoce, en la cual se encontraba el ejército vencedor, y que 
la victoria no modificó ni podía modificar. Tenía necesidad de víveres, 
de pan; y la victoria conseguida sobre el enemigo no podía dárselos, 
porque no era éste quien lo privaba de tales artículos de primera 
necesidad, sino el desierto que lo rodeaba por todas partes, y la 
incapacidad del Presidente de la República y director supremo de la 
guerra, que indolente y ocioso en Arica, nada había hecho y nada hizo 
para socorrerlo. Tenía necesidad de municiones de guerra, de cartuchos; y
 la victoria no hizo más que hacerle consumir los pocos que aún le 
quedaban. Su situación, después de la victoria, era todavía más 
desesperada que antes. Aún prescindiendo de la imposibilidad de 
mantenerse en Tarapacá sin víveres; si el enemigo volvía al ataque, lo 
que era fuera de duda, teniendo cerca de siete mil hombres todavía en el
 próximo campo de Dolores, no hubiera podido responder a sus fuegos, ni 
aún con un solo disparo.
De consiguiente, el ejército 
vencedor se vio obligado a continuar sin demora su marcha hacia Arica, 
ya fijada para aquel mismo día 27. La victoria no había podido influir 
más que en retardarla algunas horas; y a la medianoche, entre el 27 y el
 28, mientras los deshechos batallones chilenos, temerosos de ser 
atacados al amanecer se alejaban a toda prisa del último campo de 
batalla, las victoriosas fuerzas peruanas, después de haber escondido 
bajo la arena los cañones tomados al enemigo y que por falta de caballos
 no podían llevarse consigo se ponían lentamente en camino, tristes y 
hambrientos, en dirección a Arica.
Gracias a esto, el ejército chileno 
quedó único señor y dueño en el desierto de Tarapacá; y tanto los 
hombres políticos como los escritores de Chile sacaron argumento de 
aquí, para negar la derrota sufrida por las armas de su país en la 
batalla de Tarapacá, la única que se hubiese realmente combatido hasta 
entonces; pues, como el lector ha visto, no puede darse ese nombre ni al
 desigual combate de Pisagua, donde novecientos bolivianos y peruanos 
fueron embestidos por diez mil chilenos, ni a la insignificante 
escaramuza de San Francisco, que se redujo únicamente al intempestivo y 
aislado ataque de una sola división peruana contra las formidables 
posiciones chilenas; ataque que el mismo ejército chileno consideró como
 un simple reconocimiento preliminar hecho por el enemigo; de tal manera
 que se preparó para la verdadera batalla que creía aplazada para el día
 siguiente, y que la deserción de las divisiones bolivianas y la felonía
 de algunos jefes y oficiales peruanos hizo imposible.
Dice Vicuña Mackenna: “Los dos 
ejércitos alejábanse del sitio por opuestos rumbos (varias horas después
 del combate) silenciosos y sombríos… El enemigo que se creía 
transitoriamente vencedor por las ventajas momentáneas del asalto, 
comenzaba la fuga hacia Arica, abandonando en el campo de batalla sus 
heridos (7), los cañones que nos habían arrebatado por acaso, y el país 
que nosotros habíamos venido a quitarles por la razón o por la fuerza.
¿Cuyo era entonces y en definitiva 
el vencimiento militar? A la verdad, si en la quebrada de Tarapacá 
hubiera habido victoria para los enemigos y provocadores injustos de 
Chile (siempre la misma fábula del lobo y el cordero), habría sido ella 
interina, si tal pudiera llamarse, al paso que el éxito de las 
operaciones que allí terminaron fue para las armas de Chile un éxito 
asombroso y completo” (8).
El éxito de las operaciones a que se
 refiere el historiador chileno fue la posesión del desierto de 
Tarapacá. Pero, como hemos visto ya, esta posesión no fue en manera 
alguna conquistada por el ejército chileno con la fuerza de las armas; 
habiendo salido por el contrario, gravemente batido y diezmado, en la 
única batalla que hubo a sostener con el enemigo en dicho desierto. Esta
 posesión la obtuvo como simple consecuencia del abandono que hizo de 
ella el enemigo: abandono que a su vez fue efecto de varias causas, 
todas independientes de la acción de las armas de Chile; a saber: de la 
deslealtad o retirada como quiera llamarse, del boliviano Daza; de los 
malos hábitos revolucionarios de la mayor parte de los jefes y oficiales
 del ejército aliado peruano-boliviano, y más que todo, de la 
incapacidad del Gobierno peruano, que dejó su ejército abandonado a sí 
mismo en medio del vasto desierto, sin víveres y municiones de guerra; 
de modo que éste debió huir, no del enemigo, sino del territorio mismo 
que debía defender, y que lo mataba de inanición. Si el general Prado, 
que permanecía inútilmente en Arica con cerca de cinco mil hombres de 
los más escogidos y disciplinados, se hubiese adelantado con una buena 
provisión de víveres y municiones hacia Tarapacá, como era su deber, 
inmediatamente que tuvo conocimiento de la vuelta de Daza, los sucesos 
hubieran ciertamente cambiado de aspecto de una manera muy notable.
La posesión del desierto de Tarapacá
 no fue de consiguiente, como pretende el historiador chileno, el éxito 
de las operaciones del ejército de Chile, las cuales no pudieron ser más
 mezquinas e infelices, a pesar de cuanto lo favoreciera la fortuna, y 
de los grandes medios de que disponía. Fue por el contrario efecto del 
inmenso malestar interior que roía por tantos conceptos a las dos 
repúblicas aliadas Perú y Bolivia; las cuales, así por mar como por 
tierra, en la batalla de Tarapacá como en las posteriores de Tacna y de 
Lima, no fueron de ninguna manera vencidas por el enemigo, sino que se 
echaron a sus pies ellas mismas, deshechas y aniquiladas por sus 
facciones políticas internas, y por todos aquellos vicios que eran una 
consecuencia natural de sus muchos años de revolución y desgobierno.
Quedando dueño del desierto de 
Tarapacá, la posesión de cuyas fabulosas riquezas era desde tanto tiempo
 su sueño dorado, Chile se lanzó sobre ellas con toda el ansia de una 
inveterada codicia prodigiosamente crecida con el trascurso del tiempo, 
de día en día, por el largo esperar y por la necesidad que poco a poco 
se hacía sentir cada vez mas imperiosa, de aliviar con su producto las 
exhaustas arcas del Tesoro. Se instaló en aquel territorio como en su 
casa; y a la par que los productos aduaneros, hizo suyos también todos 
los del salitre y del guano.
Notas
(1) Véase Benjamín Vicuña Mackenna, 1880. Historia de la Campaña de Tarapacá, t. II, Santiago de Chile: Imprenta y Litografía de Pedro Cadot, pág. 912.
(2) “El General Buendía llegó a 
contar en Tarapacá más de 5,000 hombres… Tan lejos estaban de pensar que
 serían perseguidos, que el mismo día 26 mandó el General Buendía que 
marchasen adelante (por el camino de Arica) dos destacamentos con unos 
1,400 hombres, y él quedó en Tarapacá con otros 3,600 que necesitaban 
todavía de una noche de descanso. Allí durmieron como en los días de más
 perfecta paz, sin siquiera colocar centinelas avanzadas en los 
alrededores y sin sospechar que el enemigo se hallaba en las 
inmediaciones”. Diego Barros Arana, 1880. Historia de la Guerra del Pacífico, 1879-1880. Santiago: Librería Central de Servat y Compañía, pág. 171.
(3) “En el momento en que llegaba el
 Comandante Santa Cruz (Jefe de un batallón chileno) frente al pueblo de
 Tarapacá, hallábase entregado el ejército peruano, salvado únicamente 
por la inercia culpable de nuestros jefes, en las pacíficas tareas de 
cuartel, las armas en pabellones en las calles, en los patios, bajo los 
corredores y los árboles, hirviendo en las pailas de fierro de los 
cuerpos el escaso arroz y la más escasa carne de su vianda, sin un 
puesto avanzado, sin un puesto a caballo o a pie para dar aviso… El 
desgreño de la confianza era absoluto, y nadie a esas horas pensaba sino
 en seguir pacíficamente el derrotero de los altos, volviendo la espalda
 al osado invasor… La división Rios vino ese mismo día (la de Iquique 
que había llegado por el contrario el día antes) trayendo, sino víveres,
 un precioso repuesto de municiones, que era la gran carencia del 
momento”. Benjamín Vicuña Mackenna, Obra citada, t. II, pág. 1039.