Congresista Verónika Mendoza
Cuesta arriba
Los retos que enfrenta este gobierno no son pocos ni pequeños: Remontar 20 años de hegemonía neoliberal, de múltiples conservadurismos en varios planos de la vida social, de miedos sembrados por el terrorismo, la violencia política y sus correspondientes secuelas de control social por un lado y de fragmentación y criminalización de la movilización social por el otro. Todo esto con las consiguientes múltiples brechas y desigualdades sociales y económicas heredadas del periodo fujimorista y que una década de crecimiento no ha podido disipar.
Los retos que enfrenta este gobierno no son pocos ni pequeños: Remontar 20 años de hegemonía neoliberal, de múltiples conservadurismos en varios planos de la vida social, de miedos sembrados por el terrorismo, la violencia política y sus correspondientes secuelas de control social por un lado y de fragmentación y criminalización de la movilización social por el otro. Todo esto con las consiguientes múltiples brechas y desigualdades sociales y económicas heredadas del periodo fujimorista y que una década de crecimiento no ha podido disipar.
El escenario es aún
más complejo en vista de que los resultados de la primera vuelta
obligaron a Gana Perú, para derrotar al fujimorismo, a construir una
alianza con la centro-derecha demo liberal. Ciertamente toda política de
compromiso supone necesariamente moderar algunas aspiraciones y/o
avanzar más lentamente en los objetivos trazados. Y fue justamente eso
lo que expresó “la hoja de ruta”, en la segunda vuelta. Así, el primer
gabinete Lerner, representó esa compleja y amplia coalición social y
política cuyas fuerzas respondían programáticamente a estos dos
momentos: nacionalismo e izquierda en la “Gran Transformación”; centro
izquierda y centro derecha liberal por la continuidad del modelo
económico. Además, el sistema electoral peruano estableció la
singularidad de que los congresistas fueron elegidos en primera vuelta,
con compromisos políticos y electorales que tienen como referente el
programa de “la Gran transformación”.
La propuesta de la
Gran transformación apostaba a modificar el esquema anteriormente
expuesto, fortaleciendo y a la vez democratizando el Estado. Modificar
una institucionalidad diseñada para favorecer ciegamente la inversión,
cual ley del embudo: ancha para la gran inversión y estrecha para las
comunidades y el ambiente, dándole mayor capacidad de fiscalización al
Estado y más poder a los ciudadanos y comunidades. Pero los problemas
heredados de las gestiones anteriores estallaron prontamente y el
Ejecutivo, más allá de las formas de conducción –donde ciertamente hubo
errores de coordinación y coherencia- tuvo que responder desde la actual
institucionalidad. En ese sentido, existe una tensión no salvable en el
corto plazo que marcará la coyuntura, pues los tiempos de la reforma
institucional son mucho más lentos que los de la movilización. El manejo
político tiene límites cuando hay problemas estructurales de fondo y
ahí es donde hay que apuntar.
Al mismo tiempo han
habido algunos avances reconocidos por amplios sectores sociales: la Ley
de Consulta Previa –de la que esperamos un reglamento que se adecúe a
los estándares en derecho indígena establecidos en el Convenio 169 de la
OIT-, la orientación de inclusión en las políticas de Gobierno que se
expresa en la creación del Ministerio de Inclusión social, el impuesto a
las mineras, el incremento del salario mínimo y una política de defensa
de los trabajadores que debe expresarse en la eliminación del CAS y la
aprobación de la Ley General del Trabajo. Queda claro que falta mucho,
muchísimo, pero aquí los deseos también tienen que someterse a la dura
prueba de los procesos concretos y las condiciones reales.
Los de arriba y los de abajo
En este marco, “los
de arriba”, la derecha y los poderes fácticos (que no es lo mismo pero
es igual) derrotados en la segunda vuelta, han jugado astutamente su
partido, buscando orientar al gobierno hacia sus posiciones
conservadoras. Más allá de las metáforas de “secuestro” o “captura”, lo
cierto es que estos sectores se han movido con mucha astucia y
coordinación: por un lado, han brindado un sólido apoyo y cobertura a
sus aliados en el gobierno, acrecentando su poder; en cambio a sus
adversarios y representantes de “la Gran transformación” en el gobierno y
en el Congreso les han dado, desde el primer minuto de juego, fuego
sostenido. En esta segunda táctica en la que hasta ahora han tenido gran
éxito, siguen empeñados hoy. Como antes lo hicieron con Aida García o
con Soberón, hoy la emprenden con Abugattás, Rimarachín y la Ministra
Salas.
Entretanto, muchos
sectores movilizados plantean demandas legítimas y mal haría el gobierno
en apelar a la criminalización de la protesta como lo hiciera el
gobierno anterior. Los actos represivos y la descalificación de quienes
aparecen como figuras en estos sectores movilizados no permite ver los
temas de fondo, la legitimidad de las demandas de las poblaciones como
en Cajamarca o Chumbivilcas.
Para que este
gobierno pueda verdaderamente representar a las grandes mayorías y a los
sectores tradicionalmente excluidos debe tender puentes con el
movimiento social, en un diálogo abierto y de buena fe, no para imponer visiones sino para construirlas consensuadamente.
Más allá de la “inclusión social”
Pero el gran reto es empezar a poner nuevamente a debate el modelo económico.
Se está reinstalando la idea de que este modelo económico neoliberal es
el único viable, inexorablemente. El “crecimiento con inclusión social”
es un primer paso pero es insuficiente porque no cuestiona el modelo
económico primario exportador, meramente extractivista. El Perú necesita
programas sociales, sin lugar a dudas, pero necesita sobre todo
creación de empleo.
La derecha ha
emprendido una feroz campaña -ideologizada- en la cual la actividad
minera es presentada como la principal fuente de recursos, trabajo y
casi exclusivo motor de desarrollo. No cabe duda de que la minería es
una actividad importante y de que sería iluso pretender prescindir de la
misma, pero no podemos partir de supuestos que resultan siendo falsos.
Para muestra algunos datos: si el sector minero aporta con el 16% del
total de los ingresos tributarios y regalías, contribuye con alrededor
del 5% al PBI, mientras que el sector agropecuario aporta alrededor del
7%; si el sector minero ocupa alrededor del 1% de la Población
económicamente activa, el sector agropecuario ocupa más del 30% de la
PEA. Es preciso subrayar también que el modelo económico extractivista y
primario exportador nos hace dependientes de los vaivenes del mercado
internacional -donde se anuncia una crisis- que agota los recursos
naturales y acentúa la desigualdad económica y social. Es un modelo que
mira hacia afuera en desmedro de los mercados internos, y se basa en el
“cholo barato”, no crea empleos ni ingresos decentes, y a penas genera
economías de enclave con escasa articulación a la economía nacional.
Otro riesgo del
modelo extractivista es que suele acompañarse de un debilitamiento de la
democracia porque no respeta los proyectos de vida y las visiones de
desarrollo de las poblaciones locales y se impone con el chantaje de los
ingresos por el alto precio de las materias primas y el financiamiento
de programas sociales.
En fin, el reto
está–para empezar- en abrir el debate, pero si partimos del principio de
que “sin minería no hay desarrollo” entonces no dejamos espacio para el
diálogo. Si apostamos por una verdadera democracia entonces aceptemos
que las poblaciones locales puedan discutir y defender sus propias
visiones de desarrollo de manera informada, participativa y sin
chantajes. En ese sentido van los compromisos de este gobierno de
impulsar un proceso de zonificación económica y ecológica desde las
regiones y la construcción de un ordenamiento territorial, para que
todos los peruanos podamos decidir hacia dónde vamos como país y qué
tipo de legado –cultural, ambiental, económico- queremos dejar a las
generaciones futuras. Emprendamos esa discusión con responsabilidad y
horizontalidad.
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